lunes, 4 de noviembre de 2013

Tenías que ser tú - I



            A los dieciséis, se confesaron el amor que se sentían.
            A los diecisiete, se juraron amor eterno.
            A los dieciocho, la historia se terminó.
           
            Andrea puso su taza de chocolate caliente en la encimera mientras veía las gotas de lluvia estrellarse contra el vidrio de la ventana de la cocina. Vivía sola, en un pequeño apartamento a unos diez kilómetros de la ciudad, y a doce de la universidad a la que asistía. Estaba en el cuarto año de la carrera de literatura y arte dramático. Vivía sola por elección, después de haber tardado casi un año en convencer a sus padres que necesitaba libertad e independencia. Al convencerlos, rentó el apartamento, llenó cinco maletas con sus pertenencias, adoptó a un gato y compró siete libros de cocina fácil. Las primeras semanas había llamado a su mejor amiga hasta quedarse dormida y abrazada a su gato; después se fue acostumbrando a la soledad. Ya llevaba cuatro meses sola.

            Había sido criada en una familia muy católica y religiosa, había estudiado en colegios de monjas, había ido a la iglesia todos los domingos desde que tenía cuatro años, había hecho su primera comunión y su confirmación al tiempo debido, y siempre llevaba una cruz en el pecho y el respectivo anillo de castidad que su madre le había comprado. Su madre era aún más religiosa que ella, porque ella no se consideraba muy religiosa. No todo su tiempo libre lo usaba para rezar. Trabajaba en una cafetería, iba a fiestas, salía con sus amigos y amigas, actuaba en el teatro, cantaba, salía de compras, etc., casi siempre a escondidas de su madre porque eso no es de Dios.

            Se colocó mejor el holgado suéter que tenía puesto y se dirigió a su habitación donde sacó El Viejo y el Mar, de Ernest Hemingway, libro que tenía que terminar ese mismo día. Lo había prestado de la biblioteca de la Universidad y al siguiente día era la fecha límite para devolverlo si no quería pagar una multa y ser apuntada en la lista negra de “no prestar libros a…” que tenían colgada en la pared. Se distrajo de la lluvia leyendo un rato, pero sus pensamientos fueron interrumpidos con el sonar del móvil. Su madre, como todos los días, la llamaba para saber que todo estaba en orden. Había sido también una madre muy sobreprotectora, siempre queriéndola cuidar aunque ya fuera una adulta. Como todos los días, todo estaba en orden.

            Cuando dejó de llover, terminó de leer El Viejo y el Mar, se preparó la cena (cereal con leche chocolatada) y se quedó dormida junto a Cleo, su gata.

-*-

            Aaron estaba regresando a su casa después de una noche con sus amigos en un bar cercano a su casa. Había sido el cumpleaños de Carlos, su mejor amigo de la facultad, y ya que los exámenes habían terminado salieron a festejarlo. ¿Quién sale a festejar un jueves por la noche? ¿A quién se le ocurría beber un jueves por la noche, sabiendo que al otro día tendrían que ir a la facultad? A todos sus amigos menos a él. Era el conductor designado esa noche, por lo que no podía emborracharse. Terminó en el baño con sus compañeros y amigos escuchándolos llorar sobre las chicas que no los querían o lo difícil que era la química avanzada que llevaban en la carrera. Estaba estudiando agronomía, lo que siempre le había gustado. Era difícil, por supuesto, pero cada carrera tenía su grado de dificultad. A pesar de estar apenas en el cuarto año de Universidad, él y sus amigos ya tenían empleos en una empresa encargada de la producción de café. Era lo que siempre había querido.

            Su novia Julia había comenzado la Universidad recientemente, en la carrera de Derecho. Apenas llevaban dos meses juntos, y no era una relación tan especial… todavía. No había nada malo en ella, hasta el momento. Era bonita, tenía un bonito cuerpo, unos bonitos ojos, cabello, nariz, boca, etc. Al menos él la veía así, y al parecer sólo él. A ninguno de sus amigos le parecía bonita, y mucho menos a Carlos, que lo conocía de toda la vida.

Estaba tan, pero tan cansado que luego de regresar a su casa y de cepillarse los dientes, se quedó dormido con todo y ropa. Ni siquiera le dio tiempo de cambiarse a la pantaloneta y playera que usaba para dormir. Lo despertó una llamada de Julia a las siete de la mañana, preguntándole si iría a la Universidad. Al darse cuenta de la hora, comenzó su rutina de todos los días: baño, desayuno, cepillado de dientes, cambio de ropa, y a la facultad. A medio día se iba a trabajar, y regresaba a casa como a eso de las seis treinta o siete de la noche. Y si tenía tiempo en la noche, si no tenía tareas o algo que hacer de su trabajo, veía a Julia.

Julia no era el tipo de chica con el que planeaba casarse, era sólo para “pasar el rato”. No, no era para tener sexo, simplemente para salir a cenar, ser detallista, etc. Cosas por el estilo. A veces salían a cenar los sábados, o a desayunar los domingos, dependiendo de lo que cada uno tuviera que hacer. Julia, la verdad, es que no pedía mucho. No pedía zapatos, ropa, joyas, relojes (o en cualquier caso una remera de su boyband preferida). Lo único que ella pedía era que Aaron fuera honesto, y una que otra noche juntos viendo películas, así él la acompañaba hasta su casa en su auto. Ninguno de los dos estaba cien por ciento comprometido en la relación, pero si les preguntaban si tenían pareja, decían que sí.

Aaron fue en su auto hasta la Universidad, parqueó el mismo y se dirigió hacia la biblioteca a pedir un libro que hace días le había llamado la atención. Era raro, ya que a él no le gustaba mucho leer, pero Julia le había animado a escoger un libro de un tema interesante. Así, pues, comenzó la búsqueda en la biblioteca de un libro llamado El Viejo y el Mar, de Ernest Hemingway, y al no encontrarlo en la estantería donde debería estar, lo buscó en la página de la biblioteca pero ya aparecía prestado a una estudiante de arte dramático. Indicaba también la página que la estudiante debía de devolverlo dentro de media hora. Sus clases no comenzaban sino dentro de una hora, y entonces decidió esperar sentado en una mesa revisando su Smartphone y escuchando música por audífonos.

-*-

Se había despertado tarde para ir a la Universidad, y si su Cleo no le hubiera lamido la cara seguramente seguiría durmiendo. No había desayunado, se había duchado y vestido rapidísimo, y cuando ya estaba cerca de la parada del autobús recordó que no llevaba el libro para devolver a la biblioteca. ¡Por Dios! ¿Acaso ese día todo le saldría mal? Había regresado a casa atrasándola aún más. Volvió a salir, volvió a recorrer el mismo camino, se subió al bus (tuvo que irse de pie) para llegar a la Universidad. El libro tenía que entregarlo a las diez en punto y desde que se bajó del bus comenzó a correr hasta la biblioteca porque ya eran las diez en punto. Llegó a la biblioteca exactamente a las diez con ocho, diciéndose a sí misma que tendría que pagar una multa de $0.75 por los ocho minutos de retraso. El colmo sería que ni siquiera llevara más dinero. Como entró corriendo a la biblioteca, armó todo un escándalo porque se chocó con una chica que llevaba un café caliente en las manos el cual les manchó a ambas la ropa y además le manchó el libro que iba a devolver.

En ese momento se quiso morir.

Después de recoger el vaso de plástico donde estaba el café y de pedir perdón una y otra vez, se acercó a la caja a devolver el libro a escuchar lo que ya sabía que le dirían: lo tenía que reponer. ¿De dónde iba a sacar ella el dinero para reponer el libro? ¡Apenas si tenía dinero para comprarle de comer a Cleo y comprarse algo ella de vez en cuando! ¡Un libro costaba el doble que la comida de Cleo y a los gatos hay que darles de comer a diario! ¡Por eso lo había ido a pedir prestado!

Todo indicaba que tendría que pedir prestado dinero a sus padres. Odiaba hacer eso.

La bibliotecaria le pidió el nombre del libro que tendría que reponer. “El Viejo y el Mar, de Ernest Hemingway”, respondió ella.

Aaron escuchó que la chica pronunciaba el nombre del libro que él quería prestar, así que se acercó a ver con más detalle qué pasaba y quién era la chica. De repente sus neuronas dejaron de funcionar.

Andrea seguía hablando con la bibliotecaria, quien parecía estarla regañando por no haber tenido cuidado, por haber corrido dentro y fuera de la biblioteca, y miles de cosas a las que ella sólo asentía y no prestaba atención. Su día había comenzado siendo muy, demasiado malo.

Cuando volteó la mirada a otra parte de la biblioteca, vio al chico más dulce del mundo observándola con detenimiento, como si no pudiera quitarle los ojos de encima. Ya había madurado, y no era el mismo chico de dieciséis años del que se había enamorado. Seguía siendo igual de guapo, o incluso más, pero ya no era el mismo.

Él pensó lo mismo de ella. Ya no era una niña, ya no se vestía como niña, no actuaba como una niña. Había crecido.

Ambos lo habían hecho.

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No me respondieron. :( Bue, aquí está. :D Espero les guste, va a ser cortita.

Ah, by the way, hoy es el cumpleaños de mi novio! :3 Cumple 17. :D ahrenadaquever.

-Ana A. 

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