A
los dieciséis, se confesaron el amor que se sentían.
A
los diecisiete, se juraron amor eterno.
A
los dieciocho, la historia se terminó.
Andrea
puso su taza de chocolate caliente en la encimera mientras veía las gotas de
lluvia estrellarse contra el vidrio de la ventana de la cocina. Vivía sola, en
un pequeño apartamento a unos diez kilómetros de la ciudad, y a doce de la
universidad a la que asistía. Estaba en el cuarto año de la carrera de
literatura y arte dramático. Vivía sola por elección, después de haber tardado
casi un año en convencer a sus padres que necesitaba libertad e independencia.
Al convencerlos, rentó el apartamento, llenó cinco maletas con sus
pertenencias, adoptó a un gato y compró siete libros de cocina fácil. Las
primeras semanas había llamado a su mejor amiga hasta quedarse dormida y
abrazada a su gato; después se fue acostumbrando a la soledad. Ya llevaba
cuatro meses sola.
Había
sido criada en una familia muy católica y religiosa, había estudiado en
colegios de monjas, había ido a la iglesia todos los domingos desde que tenía
cuatro años, había hecho su primera comunión y su confirmación al tiempo
debido, y siempre llevaba una cruz en el pecho y el respectivo anillo de
castidad que su madre le había comprado. Su madre era aún más religiosa que
ella, porque ella no se consideraba muy religiosa. No todo su tiempo libre lo
usaba para rezar. Trabajaba en una cafetería, iba a fiestas, salía con sus
amigos y amigas, actuaba en el teatro, cantaba, salía de compras, etc., casi
siempre a escondidas de su madre porque eso
no es de Dios.
Se
colocó mejor el holgado suéter que tenía puesto y se dirigió a su habitación
donde sacó El Viejo y el Mar, de Ernest
Hemingway, libro que tenía que terminar ese mismo día. Lo había prestado de la
biblioteca de la Universidad y al siguiente día era la fecha límite para
devolverlo si no quería pagar una multa y ser apuntada en la lista negra de “no
prestar libros a…” que tenían colgada en la pared. Se distrajo de la lluvia
leyendo un rato, pero sus pensamientos fueron interrumpidos con el sonar del
móvil. Su madre, como todos los días, la llamaba para saber que todo estaba en
orden. Había sido también una madre muy sobreprotectora, siempre queriéndola
cuidar aunque ya fuera una adulta. Como todos los días, todo estaba en orden.
Cuando
dejó de llover, terminó de leer El Viejo
y el Mar, se preparó la cena (cereal con leche chocolatada) y se quedó
dormida junto a Cleo, su gata.
-*-
Aaron
estaba regresando a su casa después de una noche con sus amigos en un bar
cercano a su casa. Había sido el cumpleaños de Carlos, su mejor amigo de la
facultad, y ya que los exámenes habían terminado salieron a festejarlo. ¿Quién
sale a festejar un jueves por la noche? ¿A quién se le ocurría beber un jueves
por la noche, sabiendo que al otro día tendrían que ir a la facultad? A todos
sus amigos menos a él. Era el conductor designado esa noche, por lo que no
podía emborracharse. Terminó en el baño con sus compañeros y amigos
escuchándolos llorar sobre las chicas que no los querían o lo difícil que era
la química avanzada que llevaban en la carrera. Estaba estudiando agronomía, lo
que siempre le había gustado. Era difícil, por supuesto, pero cada carrera
tenía su grado de dificultad. A pesar de estar apenas en el cuarto año de
Universidad, él y sus amigos ya tenían empleos en una empresa encargada de la
producción de café. Era lo que siempre había querido.
Su
novia Julia había comenzado la Universidad recientemente, en la carrera de
Derecho. Apenas llevaban dos meses juntos, y no era una relación tan especial…
todavía. No había nada malo en ella, hasta el momento. Era bonita, tenía un
bonito cuerpo, unos bonitos ojos, cabello, nariz, boca, etc. Al menos él la
veía así, y al parecer sólo él. A ninguno de sus amigos le parecía bonita, y
mucho menos a Carlos, que lo conocía de toda la vida.
Estaba tan, pero tan
cansado que luego de regresar a su casa y de cepillarse los dientes, se quedó
dormido con todo y ropa. Ni siquiera le dio tiempo de cambiarse a la
pantaloneta y playera que usaba para dormir. Lo despertó una llamada de Julia a
las siete de la mañana, preguntándole si iría a la Universidad. Al darse cuenta
de la hora, comenzó su rutina de todos los días: baño, desayuno, cepillado de
dientes, cambio de ropa, y a la facultad. A medio día se iba a trabajar, y
regresaba a casa como a eso de las seis treinta o siete de la noche. Y si tenía
tiempo en la noche, si no tenía tareas o algo que hacer de su trabajo, veía a
Julia.
Julia no era el tipo de
chica con el que planeaba casarse, era sólo para “pasar el rato”. No, no era
para tener sexo, simplemente para salir a cenar, ser detallista, etc. Cosas por
el estilo. A veces salían a cenar los sábados, o a desayunar los domingos,
dependiendo de lo que cada uno tuviera que hacer. Julia, la verdad, es que no
pedía mucho. No pedía zapatos, ropa, joyas, relojes (o en cualquier caso una
remera de su boyband preferida). Lo
único que ella pedía era que Aaron fuera honesto, y una que otra noche juntos
viendo películas, así él la acompañaba hasta su casa en su auto. Ninguno de los
dos estaba cien por ciento comprometido en la relación, pero si les preguntaban
si tenían pareja, decían que sí.
Aaron fue en su auto hasta
la Universidad, parqueó el mismo y se dirigió hacia la biblioteca a pedir un libro
que hace días le había llamado la atención. Era raro, ya que a él no le gustaba
mucho leer, pero Julia le había animado a escoger un libro de un tema
interesante. Así, pues, comenzó la búsqueda en la biblioteca de un libro
llamado El Viejo y el Mar, de Ernest
Hemingway, y al no encontrarlo en la estantería donde debería estar, lo buscó
en la página de la biblioteca pero ya aparecía prestado a una estudiante de
arte dramático. Indicaba también la página que la estudiante debía de
devolverlo dentro de media hora. Sus clases no comenzaban sino dentro de una
hora, y entonces decidió esperar sentado en una mesa revisando su Smartphone y escuchando música por
audífonos.
-*-
Se había despertado tarde
para ir a la Universidad, y si su Cleo no le hubiera lamido la cara seguramente
seguiría durmiendo. No había desayunado, se había duchado y vestido rapidísimo,
y cuando ya estaba cerca de la parada del autobús recordó que no llevaba el
libro para devolver a la biblioteca. ¡Por Dios! ¿Acaso ese día todo le saldría
mal? Había regresado a casa atrasándola aún más. Volvió a salir, volvió a
recorrer el mismo camino, se subió al bus (tuvo que irse de pie) para llegar a
la Universidad. El libro tenía que entregarlo a las diez en punto y desde que
se bajó del bus comenzó a correr hasta la biblioteca porque ya eran las diez en
punto. Llegó a la biblioteca exactamente a las diez con ocho, diciéndose a sí
misma que tendría que pagar una multa de $0.75 por los ocho minutos de retraso.
El colmo sería que ni siquiera llevara más dinero. Como entró corriendo a la
biblioteca, armó todo un escándalo porque se chocó con una chica que llevaba un
café caliente en las manos el cual les manchó a ambas la ropa y además le
manchó el libro que iba a devolver.
En ese momento se quiso
morir.
Después de recoger el vaso
de plástico donde estaba el café y de pedir perdón una y otra vez, se acercó a
la caja a devolver el libro a escuchar lo que ya sabía que le dirían: lo tenía
que reponer. ¿De dónde iba a sacar ella el dinero para reponer el libro?
¡Apenas si tenía dinero para comprarle de comer a Cleo y comprarse algo ella de
vez en cuando! ¡Un libro costaba el doble que la comida de Cleo y a los gatos
hay que darles de comer a diario! ¡Por eso lo había ido a pedir prestado!
Todo indicaba que tendría
que pedir prestado dinero a sus padres. Odiaba hacer eso.
La bibliotecaria le pidió
el nombre del libro que tendría que reponer. “El Viejo y el Mar, de Ernest
Hemingway”, respondió ella.
Aaron escuchó que la chica
pronunciaba el nombre del libro que él quería prestar, así que se acercó a ver
con más detalle qué pasaba y quién era la chica. De repente sus neuronas
dejaron de funcionar.
Andrea seguía hablando con
la bibliotecaria, quien parecía estarla regañando por no haber tenido cuidado,
por haber corrido dentro y fuera de la biblioteca, y miles de cosas a las que
ella sólo asentía y no prestaba atención. Su día había comenzado siendo muy,
demasiado malo.
Cuando volteó la mirada a
otra parte de la biblioteca, vio al chico más dulce del mundo observándola con
detenimiento, como si no pudiera quitarle los ojos de encima. Ya había
madurado, y no era el mismo chico de dieciséis años del que se había enamorado.
Seguía siendo igual de guapo, o incluso más, pero ya no era el mismo.
Él pensó lo mismo de ella.
Ya no era una niña, ya no se vestía como niña, no actuaba como una niña. Había
crecido.
Ambos lo habían hecho.
No me respondieron. :( Bue, aquí está. :D Espero les guste, va a ser cortita.
Ah, by the way, hoy es el cumpleaños de mi novio! :3 Cumple 17. :D ahrenadaquever.
-Ana A.
No hay comentarios:
Publicar un comentario