viernes, 28 de octubre de 2011

True Believer - Chapter 2

El martes al mediodía, un día después de la entrevista con la revista People, Nick llegó a Carolina del Norte. Caía aguanieve sobre Nueva York cuando abandonó la ciudad, y las previsiones apuntaban a nuevas nevadas para los siguientes días. En el sur, en cambio, el cielo que se extendía sobre su cabeza era rabiosamente azul, y el invierno parecía haber quedado lejos, muy lejos.

Según el mapa que había adquirido en un quiosco del aeropuerto, Boone Creek se hallaba en el condado de Pamlico, a ciento sesenta kilómetros al sur de Raleigh y, por lo que veía, a un billón de kilómetros de todo vestigio de civilización. A ambos lados de la carretera por la que circulaba, el paisaje era completamente monótono: llano y sin apenas vegetación. Las granjas quedaban separadas entre sí por finas líneas de pinos y, dado el reducido número de vehículos con los que se cruzaba, lo único que Nick podía hacer para matar el aburrimiento era apretar el acelerador.

No obstante, tenía que admitir que la situación no era tan terrible, después de todo. Bueno, al menos en lo que concernía al acto de conducir. Sabía que la leve vibración del volante, el ruido del motor y la sensación de aceleración provocaban un aumento de la producción de adrenalina, especialmente en los hombres (una vez había escrito un artículo sobre ese tema). En la ciudad, tener un coche le parecía un lujo superfluo. Además, aunque lo hubiera querido, tampoco habría sido capaz de justificar ese gasto. Por eso siempre se desplazaba de un lado a otro en metro o en taxis que parecían conducidos por kamikazes. Moverse por la ciudad resultaba estresante, con todo ese ruido infernal y, dependiendo del taxista, arriesgando incluso la vida en cada trayecto; pero puesto que Nick había nacido y se había criado en Nueva York, hacía tiempo que aceptaba ese contratiempo como otro aspecto inevitable del hecho de vivir en esa ciudad tan apasionante a la que él denominaba hogar.

Sus pensamientos volaron entonces hacia su ex mujer, Selena. Seguramente habría disfrutado de un viaje en coche como ése. En los primeros años de casados solían alquilar un automóvil de vez en cuando para perderse por las montañas o la playa. En dichas ocasiones solían pasar bastantes horas en la carretera. Conoció a la que se convirtió en su esposa en una fiesta organizada por una acreditada editorial. Selena era editora de la revista Elle. Cuando Nick le preguntó si podía invitarla a un café en un bar cercano, no podía ni soñar que acabaría siendo la única mujer de su vida. De entrada pensó que había cometido un grave error al invitarla, simplemente porque no parecían tener nada en común. Selena era una persona muy vital y emotiva, pero unas horas más tarde, cuando la acompañó hasta la puerta de su apartamento y la despidió con un beso, se dio cuenta de que se había enamorado de ella.

Con el tiempo llegó a apreciar su fiera personalidad, sus instintos infalibles acerca de la gente, y la forma que tenía de quererlo sin juzgarlo, ni para bien ni para mal. Un año más tarde se casaron por la iglesia, rodeados de amigos y familiares. Nick tenía entonces veintiséis años, y todavía no era columnista del Scientific American, aunque ya había empezado a labrarse su reputación como periodista intrépido. No obstante, la pareja sólo pudo permitirse alquilar un diminuto apartamento en Brooklyn. Él creía que todos sus esfuerzos valían la pena, que aunque les costara esfuerzo llegar a final de mes, eran jóvenes y su matrimonio contaba con la bendición del cielo. Ella creía, según averiguó él al cabo de un tiempo, que su matrimonio era fuerte en teoría pero estaba edificado sobre unos cimientos escasamente sólidos. Desde el principio, el punto clave del que partieron todos sus problemas fue que, mientras que ella tenía que quedarse en la ciudad a causa de su trabajo, Nick no paraba de viajar, siempre dispuesto a desplazarse hasta donde fuera necesario con tal de conseguir la historia más sensacionalista que uno pudiera llegar a imaginar. A veces se ausentaba durante varias semanas, y mientras que él se decía a sí mismo que ella lo soportaría, Selena debió de darse cuenta durante sus ausencias de que no era así. Justo después de su segundo aniversario de bodas, cuando Nick ultimaba los preparativos para otro viaje, Selena se sentó a su lado en la cama, le cogió la mano y lo miró fijamente con sus ojos castaños.
—Esto no funciona —dijo simplemente, dejando las palabras colgadas en el aire durante unos instantes—. Nunca estás en casa. Y no creo que sea justo, ni para mí ni para ti.
—¿Quieres que cambie de profesión? —preguntó él, al tiempo que sentía cómo empezaba a hincharse la burbuja de pánico que se había formado en su pecho.
—No, pero quizá podrías encontrar trabajo en algún periódico local, como por ejemplo en el Times, o el Post, o el Daily News.
—Mira, este ritmo tan frenético no durará siempre; es sólo transitorio —masculló él.
—Lo mismo dijiste hace seis meses. No, sé que no cambiará.

Nick recapacitó y se dijo que debería de haberse tomado esa conversación como lo que era: un aviso. No obstante, en esos momentos sólo le interesaba la nueva historia que estaba preparando sobre las pruebas nucleares en Los Álamos. Ella esbozó una sonrisa insegura cuando se despidió de él, y Nick dedicó unos segundos a pensar en esa expresión mientras estaba sentado en el avión; pero cuando regresó a casa, Selena se comportó como si nada hubiera pasado, y pasaron todo el fin de semana acurrucados cariñosamente en la cama. Fue entonces cuando ella empezó a hablar de tener un hijo, y a pesar de que Nick se sintió inicialmente nervioso, poco a poco se fue animando con la idea. Pensó que ella se había resignado a sus viajes; sin embargo, la armadura protectora de su relación se había resquebrajado irreparablemente, y unas imperceptibles fisuras empezaron a aflorar con cada nueva ausencia. La separación se materializó un año más tarde, justo un mes después de asistir a una cita concertada con un médico de la zona Upper East Side, quien selló el futuro de ellos irremediablemente. Las consecuencias fueron letales, incluso peor que las malas caras a causa de sus constantes viajes por trabajo. Esa visita marcó el final de su relación, y Nick fue plenamente consciente de ello.
—No puedo continuar así —se sinceró Selena más tarde—. Me gustaría seguir intentándolo, y una parte de mí siempre estará enmorada de ti; pero no puedo.

No fue necesario que dijera nada más, y en los duros momentos de soledad después del divorcio, Nick a veces se cuestionaba si alguna vez ella había llegado a amarlo. Podrían haberlo conseguido, se decía a sí mismo. Pero al final comprendió intuitivamente por qué ella lo había abandonado, y no le guardó ningún rencor. Ahora incluso hablaban de vez en cuando por teléfono, a pesar de que Nick no tuvo el coraje de asistir a la boda de Selena con un abogado que vivía en Chappaqua tres años más tarde de su separación.

Hacía siete años que se habían divorciado, y para ser honestos, era la única experiencia adversa que le había deparado la vida. Sabía que poca gente podía decir eso. Jamás había sufrido ningún accidente grave, tenía una vida social muy activa, y no estaba afligido por ningún trauma psicológico infantil como parecía que le pasaba a la mayoría de su generación. Sus hermanos y respectivas esposas, sus padres e incluso sus abuelos —los cuatro ya pasaban de los noventa años— gozaban de buena salud. Además, estaban muy unidos: un par de fines de semana al mes, el clan que aún continuaba aumentando en número se reunía en casa de sus padres, que todavía vivían en la casa de Queens donde se crió Nick. Tenía diecisiete sobrinos, y a pesar de que a veces se sentía fuera de lugar en las reuniones familiares, ya que era el único soltero en medio de una familia compuesta por parejas felizmente casadas, sus hermanos eran lo suficientemente respetuosos como para no meter las narices en los motivos que lo llevaron a divorciarse de Selena.

Y él había superado el mal trago, al menos la mayor parte del tiempo. A veces, sin embargo, cuando estaba conduciendo solo como ahora, sentía una punzada de dolor en el pecho al imaginar lo que habría podido llegar a ser, pero luego se decía que ya no tenía remedio. Afortunadamente, el divorcio no le había originado ninguna clase de resentimiento hacia el sexo opuesto.

Un par de años antes Nick se había interesado por un estudio sobre si la percepción de la belleza era el producto de unas normas culturales o genéticas. En dicho estudio se solicitó a unas mujeres atractivas y a otras no tan atractivas que sostuvieran a niños pequeños en brazos, y se comparó la prolongación del contacto visual entre las mujeres y los niños. El estudio, que fue ponderado por las revistas Newsweek y Time, demostró una correlación directa entre la belleza y el contacto visual: los niños miraban a las mujeres atractivas durante más rato, lo cual sugería que las percepciones de la belleza son instintivas.

Nick estuvo a punto de escribir una columna para criticar el citado estudio, en parte porque omitía algunas puntualizaciones que él consideraba básicas. Cierto, la belleza exterior podía atraer miradas —él era tan susceptible a los encantos de una supermodelo como cualquier otro hombre—, pero siempre había defendido que determinados rasgos como la inteligencia y la pasión eran mucho más atractivos e influyentes. Para descifrar esas cualidades, se precisaba más que un instante, y la belleza no tenía nada que ver con ello. La belleza podía ser un factor determinante a corto plazo, pero a medio y a largo plazo, las normas culturales —básicamente aquellos valores y normas inculcados por la familia— eran más importantes. Su editor, sin embargo, consideró que la idea era «demasiado subjetiva» y le sugirió que escribiera un artículo sobre el uso excesivo de antibióticos en la alimentación de los pollos, que tenía el potencial de convertir el estreptococo en la próxima plaga bubónica. Muy a su pesar, Nick tuvo que admitir que la sugerencia no carecía de sentido: el editor era vegetariano, y su esposa era increíblemente guapa y tan brillante como el cielo de Alaska en los meses de invierno.

Editores. Hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que la mayoría de ellos eran una panda de hipócritas. Pero, al igual que en casi todas las profesiones, suponía, los hipócritas tendían a ser tanto personas apasionadas como duchas en política —en otras palabras, sobrevivientes corporativos—, lo cual significaba que eran ellos los que no sólo distribuían los trabajos sino los que acababan sufragando los gastos.

Pero quizá, tal y como Nate había sugerido, pronto podría librarse de ese círculo. Bueno, no completamente. Probablemente Alvin tenía razón cuando afirmaba que los productores de programas televisivos no diferían en nada de los editores, si bien al menos en televisión pagaban unos estipendios más elevados, y eso se traducía en la posibilidad de poder permitirse el lujo de elegir los proyectos, en lugar de tener que andar negociando durante casi todo el tiempo. Selena tenía razón cuando le dijo que trabajaba demasiado y que no creía que fuera capaz de cortar con ese ritmo frenético. Habían transcurrido quince años y seguía trabajando tanto como al principio. Quizá las historias que ahora tocaba eran más interesantes, o le costaba menos colocar sus artículos gracias a las relaciones que había establecido a lo largo de todos esos años, pero ninguno de esos dos motivos cambiaba el reto esencial de tener que buscar incansablemente nuevas historias que despuntaran por su originalidad. Todavía se veía obligado a redactar una docena de columnas para el Scientific American, una o dos investigaciones de cierta calidad, más unos quince artículos de menor importancia al año, algunos de ellos sobre temas de actualidad, según la estación del año. ¿Se acercaba Navidad? Entonces tocaba escribir una historia sobre el verdadero san Nicolás, que nació en Turquía, llegó a ser obispo de Myra, y se hizo famoso por su generosidad, su amor por los niños y su preocupación por los marineros. ¿Se acercaba el verano? Entonces, ¿por qué no escribir una historia sobre o bien (posibilidad a) el calentamiento global y el innegable aumento de 0,8 grados en la temperatura durante los últimos cien años, y el impacto negativo, similar a lo acaecido en el Sahara, que ese cambio provocaría en Estados Unidos, o bien (posibilidad b) la aproximación de una nueva Edad de Hielo a consecuencia del calentamiento global, que convertiría el territorio de Estados Unidos en una enorme tundra helada. Para el Día de Acción de Gracias, en cambio, lo más apropiado era sacar a colación la vida de los colonizadores ingleses denominados «peregrinos», y no hablar únicamente de su gesto de amistad al invitar a cenar a los indios, sino también incluir la caza de brujas de Salem, las epidemias de la viruela, y la desagradable tendencia que tenían esos colonizadores hacia el incesto.

Las entrevistas con reputados científicos y los artículos sobre satélites o proyectos de la NASA siempre eran bien recibidos por cualquier revista durante cualquier mes del año, y la misma aceptación tenían los artículos sobre drogas (legales e ilegales), sexo, prostitución, juegos de apuestas, alcohol, litigios relativos a asentamientos masivos, y cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa, referente al mundo sobrenatural. Estos últimos casos solían tener muy poco —o nada— que ver con la ciencia y mucho que ver con farsantes como Clausen.

No podía negar que su trabajo no se asemejaba en absoluto a como había imaginado que sería la vida de periodista. En la Universidad de Columbia —Nick fue el único de sus hermanos que cursó estudios superiores y se convirtió en el primer miembro de su familia en obtener un título universitario, un hecho que su madre no se cansaba de referir a todo el mundo siempre que se le presentaba la ocasión—, se graduó en física y en química, con la intención de hacerse profesor. Pero una novia que trabajaba en la gaceta universitaria lo convenció para que escribiera un artículo sobre la subjetividad de los puntos del examen SAT —basándose en las estadísticas— en el proceso de admisión a las universidades del país. Cuando su artículo provocó numerosas huelgas estudiantiles, Nick se dio cuenta de que se le daba bien escribir. No obstante, su introducción en el mundo del periodismo no tuvo lugar hasta que su padre fue víctima de una gran estafa de casi 40.000 dólares por parte de un asesor financiero de pacotilla antes de que Nick se graduara. Con la casa de la familia en peligro —su padre era conductor de autobuses y trabajó para la Autoridad Portuaria hasta que se jubiló—, Nick se saltó la ceremonia de graduación para dar caza al timador. Investigó los archivos de los juzgados sin descanso, se entrevistó con colegas del estafador, y finalmente redactó un informe con unos datos increíblemente precisos.

Cosas del destino, en la oficina del fiscal del distrito de Nueva York estaban más interesados en pescar un pez más gordo en vez de a un mediocre timador aficionado, así que Nick tuvo que volver a revisar sus fuentes, condensar sus notas y escribir su primera declaración oficial. Al final logró salvar la casa, y el informe llegó a manos del editor de la revista New York, quien lo convenció de que la vida de profesor era muy aburrida y, con unas grandes dosis de halagos e interminables sermones acerca de la persecución del gran sueño americano, le sugirió que escribiera un artículo sobre Leffertex, un antidepresivo que se hallaba en estudios clínicos de fase III y que había suscitado una enorme polémica en los medios de comunicación.

Nick aceptó la sugerencia. Dedicó dos meses al proyecto, sufragando él mismo todos los gastos del trabajo. Al final su artículo consiguió que el laboratorio fabricante del medicamento tuviera que retirarlo del mercado hasta previa inspección y aprobación de las autoridades sanitarias estadounidenses. Después de eso, en lugar de matricularse en el Instituto Tecnológico de Massachusetts para cursar un máster, viajó a Escocia con un grupo de científicos que investigaban las pruebas de la existencia del monstruo del lago Ness y escribió el primero de sus artículos sensacionalistas. Estuvo presente en la confesión que realizo un reputado cirujano en su lecho de muerte, quien admitió que la fotografía que había tomado del monstruo en 1933 —la fotografía que catapultó la leyenda a la fama— había sido retocada por él y un amigo un domingo por la tarde sólo como una broma práctica. El resto, como ellos dijeron, ya era historia.

Sin embargo, quince años a la caza de historias eran quince años a la caza de historias, y ¿qué había recibido a cambio? Tenía treinta y siete años, estaba soltero y vivía en un apartamentucho de una sola habitación en el Upper West Side, y se dirigía a Boone Creek, en el estado de Carolina del Norte, para aclarar un caso sobre unas luces misteriosas que aparecían en un cementerio.
Perplejo como siempre de los extraños derroteros que había tomado su vida, sacudió varias veces la cabeza. El gran sueño americano. Todavía estaba ahí fuera, esperándolo, y todavía albergaba esperanzas de alcanzarlo. Mas sólo ahora se empezaba a cuestionar si la televisión sería el medio que lo conduciría directamente a ese sueño.
 

La historia de las luces misteriosas se remontaba a una carta que había recibido un mes antes. Cuando la leyó, se dijo que sería la historia ideal para Halloween. Según el ángulo desde el que encauzara la historia, ese artículo podría interesarles a los del Southern Living o incluso a los del Reader's Digest para su número de octubre; si acababa siendo más literario que narrativo, quizá podría interesarle a Harper's o incluso al New Yorker. Por otro lado, si era un montaje del pueblo para atraer la atención, como en el caso de los ovnis en Roswell, Nuevo México, la historia podría ser apropiada para alguno de los diarios del sur más leídos, que incluso podría sufragar el coste del viaje. O si procuraba no extenderse demasiado, podría usar el artículo para su columna. Su editor en el Scientific American, a pesar del sello de seriedad que siempre intentaba imprimir en los contenidos de la revista, también estaba inmensamente interesado en incrementar el número de suscriptores y hablaba de ello sin parar. Sabía de sobra que al público le gustaban las historias sobre fantasmas. Sí, podía hacerse rogar mientras clavaba una mirada perdida en la foto de su esposa simulando evaluar los inconvenientes, pero jamás dejaba escapar una historia como ésa. A los editores les pirraban los temas sensacionalistas tanto como la miel a las abejas, ya que eran plenamente conscientes de que sin suscriptores no había negocio. Y los temas sensacionalistas, aunque resultara triste aceptarlo, se estaban convirtiendo en uno de los elementos indispensables en los medios de comunicación.

En el pasado, Nick había investigado siete historias sobre apariciones de fantasmas; cuatro habían acabado en sus columnas de octubre. Algunas no habían llegado a destacar —visiones espectrales que nadie podía documentar científicamente—, pero tres de ellas estaban vinculadas con poltergeists, o dicho de otro modo, espíritus traviesos que se dedicaban a mover objetos o a ocasionar daños. Según los investigadores de lo paranormal —el oxímoron de referencia para Nick—, los poltergeists se sentían generalmente atraídos por una persona en particular en lugar de por un lugar. En cada uno de los casos que Nick había investigado, incluyendo aquellos que se publicaban en algún medio de comunicación perfectamente documentados, el fraude había sido el origen de los misteriosos eventos.

Pero se suponía que las luces de Boone Creek eran una cuestión diferente. Por lo que parecía, eran lo suficientemente predecibles como para permitir que los del pueblo organizaran una «Gira por el cementerio encantado» y una «Visita guiada por las casas históricas», y en dichas salidas, según se aseguraba en el folleto, la gente no sólo vería casas que databan de mediados del siglo xviii, si el tiempo lo permitía, sino también «a los atormentados antepasados de nuestra localidad en su marcha nocturna hacia los infiernos».

Había recibido el folleto, que se completaba con unas fotos de la localidad y un par de frases melodramáticas, junto con una carta. Mientras conducía, recordó su contenido.

Apreciado señor Jonas:
Me llamo Doris McClellan, y hace dos años leí su historia en la revista Scientific American acerca del poltergeist que azotaba la mansión de Brenton Manor en Newport, Rhode Island. Rápidamente pensé en escribirle, pero no sé por qué razón no lo hice. Supongo que simplemente cambié de parecer, pero debido al cauce por el que están discurriendo las cosas en mi pueblo en los últimos días, creo que será mejor que le cuente lo que sucede.
No sé si ha oído alguna vez hablar del cementerio de un pequeño pueblo de Carolina del Norte llamado Boone Creek, pero, según cuenta una leyenda, el cementerio está maldito, asediado por los espíritus de antiguos esclavos. En invierno —enero hasta principios de febrero—, unas luces azules parecen danzar encima de las tumbas cuando hay niebla. Algunos dicen que son como luces estroboscopias; otros aseguran que son del tamaño de una pelota de baloncesto. Yo también las he visto, y me recordaron a las luces de colores que hace bastantes años se proyectaban en las paredes y en el techo de las discotecas. El año pasado un grupo de investigadores de la Universidad de Duke se desplazó hasta aquí; creo que eran meteorólogos o geólogos o algo por el estilo. Ellos también vieron las luces, pero no pudieron dar ninguna explicación lógica del fenómeno, y la prensa local publicó un extenso artículo acerca del misterio. Quizá le apetezca escaparse unos días al sur para intentar esclarecer este caso.
Si necesita más información, no dude en llamarme al restaurante Herbs de Boone Creek.

La remitente de la carta agregaba más información de contacto. Nick había examinado seguidamente el folleto, elaborado por la Sociedad Histórica local. Leyó unos fragmentos que describían algunas de las casas que se podían ver en la gira, repasó la información sobre el desfile y el baile que iba a tener lugar el viernes por la noche en un granero del pueblo, y enarcó una ceja sorprendido ante el anuncio de que, por primera vez, se realizaría una visita al cementerio el sábado por la noche. En la parte posterior del folleto —rodeado por lo que parecían unos esbozos de la película Casper— se incluían el testimonio de varias personas que habían visto las luces y un extracto de lo que parecía un artículo de prensa. En el centro destacaba una fotografía borrosa de una intensa luz en lo que podía, o no, ser el cementerio (el pie de foto aseguraba que sí que lo era).

No es que el caso se asemejara al de Borely Rectory, la laberíntica rectoría victoriana situada en la ribera norte del río Stour en Essex, Inglaterra, y considerada la casa encantada más famosa de la historia, en la que se podían oír lamentos y gemidos que helaban la sangre a uno, ver a caballeros decapitados, escuchar música de órgano esperpéntica y el melancólico tañer de campanas. No obstante, la historia parecía suficientemente interesante como para despertar su interés.

No pudo encontrar el artículo que Doris mencionaba en la carta —la página electrónica del diario local no disponía de hemeroteca—, así que contactó con varios departamentos de la Universidad de Duke hasta que finalmente consiguió el proyecto original de la investigación. Lo habían redactado tres becarios que estaban realizando estudios de doctorado, y a pesar de que tenía sus nombres y números de teléfono, no vio razón para llamarlos. El informe de la investigación no aportaba ninguno de los detalles que Nick esperaba encontrar. En lugar de eso, se limitaba a acreditar la existencia de las luces y el correcto funcionamiento del material que habían empleado los estudiantes; en pocas palabras, ninguna información relevante. Además, si algo había aprendido en los últimos quince años, era a no fiarse del trabajo de nadie excepto del suyo propio.

Sí, ése era el vergonzoso secreto más bien guardado de aquellos que se dedicaban a escribir artículos para revistas. Mientras que todos los periodistas alegaban hacer sus propias investigaciones y la mayoría lo hacía en cierta manera, todavía confiaban demasiado en las opiniones y las verdades a medias que se habían publicado con anterioridad. Por esa razón solían cometer errores con bastante frecuencia, habitualmente pequeños errores, aunque a veces eran más que notables. Cada artículo en cada revista contenía errores, y dos años antes Nick había escrito un artículo precisamente sobre ese asunto, exponiendo los hábitos menos laudables de sus compañeros de profesión.

Sin embargo, su editor se negó a publicar el artículo. Y ninguno otra revista mostró el más mínimo interés por el trabajo.

Contempló por la ventana los robles que poco a poco iba dejando atrás en el camino, preguntándose si necesitaba cambiar de profesión, y súbitamente sintió deseos de haber analizado esa historia de los fantasmas de Boone Creek con más profundidad. ¿Y si no existían tales luces? ¿Y si esa mujer que le había escrito la carta lo había engañado? ¿Qué pasaría si la leyenda no diera de sí como para escribir un artículo entero? Sacudió la cabeza varías veces. No, no valía la pena perder el tiempo con esas elucubraciones; ahora ya era tarde. Prácticamente había llegado a la localidad en cuestión, y seguramente Nate debía de estar muy ocupado atendiendo llamadas telefónicas en Nueva York.

En el maletero, Nick llevaba todo el material necesario para cazar fantasmas (tal y como se especificaba en el libro Ghost Busters for Real!, un manual que había comprado únicamente por afán de divertirse después de una noche sobrecargada de cócteles). Llevaba una cámara Polaroid, una cámara de 35 mm, cuatro cámaras de vídeo y trípodes, una grabadora y micrófonos, un detector de radiación de microondas, un detector electromagnético, una brújula, gafas de visión nocturna, un ordenador portátil, y otros artilugios similares.

Después de todo, se trataba de hacerlo bien. Cazar fantasmas no era un trabajo para neófitos.

Tal y como era de esperar, su editor se había quejado del elevado coste de los trastos que había adquirido últimamente con la excusa de que eran vitales para llevar a cabo investigaciones de ese calibre. Nick le había explicado que la tecnología avanzaba a grandes zancadas y que los artilugios que había comprado el año anterior eran el equivalente a herramientas prehistóricas de piedra y sílex, fantaseando ante la posibilidad de no escatimar gastos y comprar esa mochila especial con rayo láser incluido que Bill Murray y Harold Ramis exhibían en la película Los cazafantasmas. Le habría encantado ver la cara contrariada de su editor frente a ese carísimo juguete. Al final siempre acababa sucediendo lo mismo: su editor, mascando un tallo de apio excitadamente, como si se tratara de un conejo que estuviera bajo los efectos de las anfetaminas, accedía a firmar la factura. Seguramente se pondría de muy mala gaita si la historia acababa apareciendo en televisión en lugar de en su columna.

Sin borrar la sonrisa socarrona de sus labios al imaginar la expresión contrariada de su editor, Nick sintonizó diferentes emisoras de radio —rock, hip-hop, country, gospel— antes de decidirse finalmente por un programa en una radio local en el que estaban entrevistando a dos pescadores de platijas, que defendían apasionadamente la necesidad de disminuir el peso de los peces que se les autorizaba pescar. El entrevistador, que parecía sumamente interesado en el tema, hablaba con un marcado timbre nasal. Después de la entrevista escuchó varias cuñas publicitarias sobre las armas y las monedas que se podían admirar en la Logia Masónica de Grifton, y los cambios de última hora en los equipos de las tradicionales carreras automovilísticas Nascar.

El tráfico se incrementó cerca de Greenville, y Nick dio un rodeo cerca del campus de la East Carolina University para evitar pasar por el centro de la ciudad. Cruzó las amplias y salobres aguas del río Pamlico y tomó una carretera rural. A medida que se adentraba en el campo, el pavimento se fue estrechando progresivamente, y Nick tuvo la sensación de estar prensado entre los áridos campos invernales, los matorrales cada vez más espesos, y alguna que otra granja que aparecía esporádicamente. Unos treinta minutos más tarde, avistó Boone Creek.

Después del primer y único semáforo, el límite de velocidad permitido se redujo a cuarenta kilómetros por hora, y al aminorar la marcha, se dedicó a contemplar el paisaje con tristeza. Aparte de la docena de casas móviles dispuestas de forma aleatoria a ambos lados de la carretera y después de cruzar un par de calles transversales, sólo distinguió dos gasolineras destartaladas y un almacén de neumáticos que se anunciaba con un rótulo, Neumáticos de Leroy, coronando una torre de ruedas usadas que en cualquier otra jurisdicción habría sido considerada eminentemente peligrosa por la posibilidad de convertirse en una pira altamente combustible. Nick llegó al otro extremo de la localidad en cuestión de un minuto, y en ese punto volvió a incrementarse el límite de velocidad autorizado. Dio un golpe de volante y detuvo el coche en el arcén.

O la Cámara de Comercio había usado fotografías de otro pueblo en su página electrónica, o se le escapaba algo. Asió el mapa para volverlo a inspeccionar y sí, según su versión de Rand McNally, se hallaba en Boone Creek. Echó un vistazo por el retrovisor preguntándose dónde diantre estaba el pueblo. Las tranquilas calles bordeadas por hileras de árboles, las azaleas en flor, las bellas mujeres...

Mientras intentaba averiguar qué era lo que fallaba, divisó el campanario blanco de una iglesia que despuntaba por encima de los arboles y decidió dirigirse hacia una de las calles transversales que acababa de cruzar. Después de una curva serpentina, todo a su alrededor cambió drásticamente, y pronto se encontró conduciendo a través de un pueblo que debía de haber sido singular y pintoresco en su día, pero que ahora parecía a punto de morir de longevidad. Los porches decorados con banderas americanas y macetas colgantes ornamentadas con plantas no conseguían disimular la pintura deteriorada y las paredes enmohecidas debajo de los aleros. Los jardines quedaban ensombrecidos por enormes magnolios, pero las vallas de setos perfectamente recortados sólo lograban ocultar parcialmente las estructuras resquebrajadas de las casas. A pesar de todo, lo que vio le pareció francamente acogedor. Un par de parejas de ancianos arropados con jerséis y sentados en las mecedoras de sus porches lo saludaron con la mano.

Necesitó un poco de tiempo para percatarse de que no le saludaban porque creyeran reconocerlo, sino porque esa gente era así de genuina y saludaba a todo el que pasaba. Serpenteó por las calles hasta que finalmente llegó al pequeño embarcadero, y una vez allí constató que el pueblo se había erigido en la confluencia del afluente Boone y el río Pamlico. Mientras pasaba por la calle Comercial, que sin duda había sido un próspero distrito antaño, tuvo la sensación de que el pueblo había entrado en una fase agonizante. Entre los locales vacantes y las lunas de varios escaparates cubiertas por carteles variopintos o páginas de diario, Nick divisó dos tiendas de antigüedades abiertas, una deslucida cafetería, un bar llamado Lookilu y una barbería. Casi todos los establecimientos exhibían nombres con reminiscencias locales, y si bien tenían aspecto de haber estado operativos durante décadas, parecía como si ahora libraran una batalla perdida contra su extinción. El único vestigio de vida moderna eran las camisetas de vivos colores con eslóganes llamativos como ¡Los fantasmas de Boone Creek no han podido conmigo!, que engalanaban el escaparate de lo que probablemente era la versión rural y sureña de un bazar.

Encontró sin ninguna dificultad el Herbs, el restaurante donde trabajaba Doris McClellan. Estaba al final de la calle en un edificio victoriano de finales de siglo de color melocotón. Vio coches aparcados delante de la puerta y en el pequeño aparcamiento con el suelo de gravilla que había justo al lado del local. Distinguió varias mesas dispersas a través de las cortinas de las ventanas y también en el porche. Por lo que pudo ver, todas las mesas estaban ocupadas, así que decidió dar una vuelta por el pueblo y regresar más tarde para conversar con Doris, cuando hubiera disminuido el volumen de trabajo.

Se fijó en el inmueble donde se ubicaba la Cámara de Comercio, un pequeño edificio de ladrillo situado en los confines del pueblo que pasaba totalmente desapercibido, y se dirigió hacia la carretera principal. Se detuvo impulsivamente en una de las gasolineras.

Después de quitarse las gafas de sol, Nick bajó el cristal de la ventana. El propietario tenía el pelo cano e iba ataviado con un mono deslustrado y una vieja gorra. Se levantó lentamente de la silla que ocupaba y se dirigió con paso parsimonioso hacia el coche, mascando algo que Nick supuso que debía de ser tabaco.
—¿Puedo ayudarle en algo? —dijo con un acento marcadamente sureño al tiempo que exhibía unos dientes con manchas de color marrón. En la chapa de identificación que lucía se podía leer su nombre: Tully.
Nick le preguntó la dirección para ir al cementerio, pero en lugar de responder, el propietario miró a Nick con sumo detenimiento.
—¿Quién se ha muerto? —preguntó finalmente. Nick parpadeó desconcertado.
—Perdón, ¿cómo dice?
—Va a un entierro, ¿no? —inquirió el propietario.
—No, simplemente quería ver el cementerio.
El hombre asintió.
—Pues parece que vaya a un entierro.

Nick se fijó en su ropa: americana negra sobre un jersey de cuello de cisne también negro, pantalones téjanos negros, y zapatos Bruno Magli negros. Realmente Tully tenía razón.
—Supongo que es porque me gusta el color negro. Bueno, ¿puede indicarme cómo llegar...?
El propietario se echó la gorra hacia atrás y empezó a hablar lentamente.
—No soporto los entierros. Me recuerdan que debería ir a misa con más frecuencia para expiar todos mis pecados antes de que sea demasiado tarde. ¿A usted no le sucede lo mismo?
Nick no sabía qué contestar. No era la típica pregunta que le hacian a menudo, especialmente como respuesta a una petición sobre direcciones.
—No, no me ha pasado nunca —se aventuró a articular finalmente.
El propietario sacó un trapo sucio del bolsillo y empezó a limpiarse las manos grasientas.
—Me parece que usted no es de aquí. Lo digo por su acento.
—Soy de Nueva York —aclaró Nick.
—Ah, he oído hablar mucho de esa ciudad, pero nunca he estado allí —comentó mientras observaba el Taurus que Nick conducía—. ¿Es suyo ese coche?
—No, es de alquiler.

El individuo asintió con la cabeza, y no dijo nada más durante un rato.
—Siento insistir en el cementerio, pero ¿puede indicarme cómo llegar hasta allí, por favor? —lo acució Nick.
—Ah, sí. ¿Cuál de ellos?
—Creo que se llama Cedar Creek.
El propietario lo observó con curiosidad.
—¿Y para qué quiere ir a ese lugar? Si no hay nada interesante. Hay otros cementerios más agradables al otro lado del pueblo.
—Ya, pero es que estoy interesado precisamente en ése.
El hombre no pareció escucharlo.
—¿Tiene algún familiar enterrado ahí?
—No.
—Usted debe de ser uno de esos magnates de los negocios, ¿no? ¿No estarán pensando en construir un complejo turístico o unos grandes almacenes en esos terrenos?
Nick sacudió la cabeza decididamente.
—No, no soy un hombre de negocios. Soy periodista.
—A mi mujer le encantan los grandes almacenes. Y los complejos turísticos también. No estaría mal construir uno.
—Ah —dijo Nick, preguntándose cuánto tiempo más se prolongaría ese diálogo sin sentido—. Ojalá pudiera ayudarle, pero no tengo nada que ver con los promotores inmobiliarios.
—¿Necesita gasolina? —preguntó Tully desplazándose hasta la parte posterior del coche.
—No, gracias.
Pero el hombre ya estaba desenroscando el tapón.
—¿Premium o normal?
Nick sacó la cabeza por la ventana y la giró para mirarlo, armándose de paciencia.
—Normal, supongo.

Después de llenar el depósito, el propietario se quitó la gorra y se pasó la mano por el pelo mientras se acercaba nuevamente; a la ventanilla del conductor.
—Si tiene algún problema con el coche, no dude en venir a verme. Puedo arreglar las dos clases de coches, y por un módico precio, además.
—¿Las dos clases?
—Extranjeros y de los nuestros —replicó—. ¿A qué pensaba que me refería?
Sin esperar la respuesta, el hombre sacudió la cabeza, como si pensara que Nick era un poco idiota.
—Me llamo Tully, ¿y usted?
—Nick Jonas.
—¿Y me ha dicho que es anestesista?
—Periodista.
—No tenemos ningún anestesista en el pueblo, pero hay unos cuantos en Greenville.
—Ah —repuso Nick, sin preocuparse por corregirlo—. De todos modos, volviendo a lo de la dirección a Cedar Creek...
Tully se frotó la nariz y desvió la vista hacia la carretera. Luego volvió a mirar a Nick.
—Bueno, ahora no verá nada. Los fantasmas no aparecen hasta que se hace de noche, si es eso lo que busca.
—¿Cómo?
—Los fantasmas. Si no tiene a ningún pariente enterrado en ese cementerio, entonces seguramente está aquí por lo de los limusinas, ¿no?
—¿Ha oído hablar de los fantasmas?
—Pues claro. Yo mismo los he visto con mis propios ojos. Pero si quiere verlos, tendrá que ir a la Cámara de Comercio y Comprar una entrada.
—No me diga que es necesario pagar para verlos.
—Hombre, no se puede entrar así por las buenas en una casa ajena, ¿no le parece?

Nick necesitó unos instantes para comprender sus palabras.
—No, claro —convino finalmente—. Se refiere a la «Visita guíada por las casas históricas» y a la «Gira por el cementerio encantado», ¿verdad?
Tully miró fijamente a Nick, como si pensara que estaba hablando con la persona más obtusa sobre la faz de la Tierra.
—Pues claro que estoy hablando de la gira. ¿A qué otra cosa cree que me refería?
—No estoy seguro —balbuceó Nick—. Y ahora, si me hace el favor de indicarme cómo llegar hasta...
Tully sacudió la cabeza con obcecación.
—De acuerdo, de acuerdo —contestó, como si de repente hubiera decidido tirar la toalla. A continuación señaló hacia el pueblo—. Tiene que regresar por donde ha venido, atravesar el pueblo, luego seguir por la carretera principal hasta llegar a un cruce a unos seis kilómetros de donde se acaba la carretera principal. Gire a la derecha y continúe hasta que llegue a una bifurcación, y siga hasta llegar a casa de Wilson Tanner. Gire a la derecha, donde hay un coche abandonado, siga un poco más adelante, y ya verá el cementerio.
Nick asintió.
—De acuerdo.
—¿Está seguro de que me ha entendido?
—Un cruce, la casa de Wilson Tanner, un coche abandonado —repitió como un robot—. Muchas gracias por su ayuda.
—No hay de qué. Encantado de servirle. Me debe siete dólares y cuarenta y nueve céntimos por la gasolina.
—¿Acepta tarjetas de crédito?
—No. Nunca me han gustado esos cacharros. No soporto que el gobierno me controle, que sepa cada movimiento que hago. Mi vida es sólo mía y de nadie más.
—Pues eso es un problema —repuso Nick mientras buscaba su billetero—. He oído que el gobierno dispone de espías por todos lados.
Tully asintió como si fuera totalmente consciente de ello.
—Supongo que ustedes, los médicos, lo tienen peor. Precisamente eso me recuerda que...
 

Tully continuó parloteando sin parar durante los siguientes quince minutos. Nick aprendió bastantes cosas acerca de las inclemencias del tiempo, los ridículos edictos del gobierno, y cómo Wyatt —el propietario de la otra gasolinera del pueblo— timaría a Nick si a éste se le ocurría ir allí a repostar, ya que manipulaba la calibración de los surtidores de gasolina tan pronto como el camión de la compañía petrolera Unocal desaparecía de vista. Pero básicamente se dedicó a escuchar los problemas que Tully tenía con la próstata, que lo obligaba a levantarse de la cama por lo menos cinco veces cada noche para ir al baño. Le pidió la opinión a Nick, puesto que era médico. También se interesó por el Viagra.

Después de embutirse tabaco en la boca un par de veces más, un coche se detuvo al otro lado del surtidor de gasolina, y Tully se vio obligado a interrumpir su charla. El conductor abrió el capó, Tully echó un vistazo al interior, manoseó algunos cables, escupió a un lado y le aseguró al individuo que podía arreglarlo, pero que tendría que dejarle el coche por lo menos una semana porque en esos momentos estaba muy ocupado. Parecía como si el desconocido ya esperase esa respuesta, y un momento más tarde estaban los dos enfrascados en una charla sobre la señora Dungeness y la anécdota de una comadreja que se había colado en su cocina la noche anterior y se había comido toda la fruta del frutero.

Nick aprovechó la oportunidad para escabullirse. Se detuvo en el bazar para comprar un mapa y un paquete de postales con los lugares más destacados de Boone Creek, y acto seguido se dirigió hacia el cementerio por una carretera sinuosa que lo llevó hasta los confines del pueblo. Por arte de magia encontró primero el cruce y luego la bifurcación, pero lamentablemente no vio la casa de Wilson Tanner. Reculó un poco y finalmente descubrió un estrecho sendero de gravilla prácticamente oculto entre la maleza que había crecido desmesuradamente a ambos lados.

Condujo lentamente y con precaución por la superficie minada de socavones hasta que el camino empezó a despejarse. A la derecha ha vio un poste que anunciaba que se estaba acercando a la colina de Riker's Hill —un enclave famoso por haber sido escenario de uno de los combates de la guerra civil— y escasos momentos después se detuvo delante de la verja de la entrada de cementerio de Cedar Creek. Riker's Hill, la única colina en esa parte del estado, sobresalía como una majestuosa torre a su espalda. Cualquier cosa habría sobresalido en ese paraje totalmente plano, tan plano como las platijas de las que hablaban los pescadores en el programa de radio.

Rodeado por columnas de ladrillo y una herrumbrosa valla de hierro forjado, el cementerio de Cedar Creek se asentaba en un pequeño valle, dando la impresión de hundirse lentamente. Los terrenos estaban bañados por la sombra de una veintena de robles con los troncos revestidos de musgo, pero el enorme magnolio en la pequeña explanada central dominaba toda la escena. Las raíces se desplegaban por encima de la tierra, alejándose del tronco, como si de unos dedos artríticos se tratara.

A pesar de que el cementerio debió de haber sido un reducto lindado y apacible antaño, en esos momentos el aspecto que tenía era de absoluto abandono. El sendero que nacía detrás de la verja estaba anegado de lodo, con unas acanaladuras profundas originadas por el agua de la lluvia, y finalmente desaparecía debajo de una tupida alfombra de hojarasca. Los escasos tramos parcialmente cubiertos de césped parecían estar fuera de lugar. Por todos lados se podían ver ramas caídas, y el terreno ondulado le recordó a Nick el romper de las olas en una playa. Las malas hierbas crecían por doquier, sin ninguna clase de concierto entre las lápidas, que estaban resquebrajadas.

Tully tenía razón. No había nada que apreciar en ese lugar. Pero para ser un cementerio maldito —especialmente uno que acabaría saliendo por televisión—, era más que perfecto. Nick sonrió. El lugar parecía como si hubiera estado diseñado en los mismísimos estudios de Hollywood.

Salió del coche y estiró las piernas antes de ir en busca de la cámara de fotos que guardaba en el maletero. La brisa era fría, aunque sin propiciar las dentelladas árticas de la brisa de Nueva York. Aspiró profundamente y se impregnó del aroma de los pinos y de la hierba. Por encima de su cabeza unos cúmulos se desplazaban lentamente por el cielo, y un halcón solitario planeaba en círculos a lo lejos. Las laderas de Riker's Hill aparecían moteadas de pinos, y en los campos que se extendían en la base de la colina avistó un granero de tabaco abandonado y cubierto por kudzú al que le faltaba la mitad del tejado de hojalata. Se estaba derrumbando hacia un lado, y daba la impresión de que una leve ráfaga de viento sería suficiente para derribarlo al suelo sin compasión. Aparte del ruinoso edificio, no había ningún otro vestigio de civilización.

Nick oyó el chirrido de la verja cuando la empujó para abrirla; a continuación empezó a andar por el sendero enlodado. Contempló las lápidas que surgían a ambos lados del camino y se preguntó cómo era posible que no incluyeran ninguna inscripción, pero entonces se dio cuenta de que las inclemencias del tiempo y el paso de los años se habían encargado de borrar los grabados originales. Las pocas que llegó a vislumbrar databan de finales de 1700. Más arriba había una cripta prácticamente destruida. El techo y las paredes se habían desmoronado, y por debajo de los escombros, en medio del camino, asomaba un monumento hecho añicos. Después descubrió otras criptas derrumbadas y más monumentos caídos. Nick no vio ninguna prueba de vandalismo, sino de decadencia —si bien grave— natural. Tampoco parecía que hubieran enterrado a nadie en ese lugar en los últimos treinta años, lo cual explicaría por que tenía ese aspecto completamente abandonado de la mano de Dios.

Se detuvo debajo de la sombra del magnolio, preguntándole qué aspecto tendría ese lugar en una noche cerrada con una densa bruma. Probablemente pondría la piel de gallina a cualquiera, y eso debía de ser lo que provocaba que la gente imaginaba cosas insólitas. Pero ¿de dónde provenían las luces extrañas? Dedujo que los fantasmas eran simplemente el reflejo de la luz, convertida en un prisma de un mágico color azul, de las finas gotas de agua que se formaban en la niebla, aunque no vio farolas ni ninguna otra clase de iluminación en todo el recinto. Tampoco advirtió señales de algún riachuelo en Riker's Hill que pudiera ser el posible causante del efecto luminoso. Supuso que podían proceder de la luz de los focos de los automóviles, pero solo distinguió una única carretera cercana, y la gente se habría dado cuenta de esa simple conexión bastante tiempo atrás.

Tenía que conseguir un buen mapa topográfico del área, además del mapa de carreteras que acababa de comprar. Quizás en la biblioteca local podrían prestarle alguno. En cualquier caso, pasaría por la biblioteca para consultar la historia del cementerio y del pueblo. Necesitaba saber cuándo fue la primera vez que se detectaron las luces; eso podría aportarle alguna idea sobre su origen. Por supuesto, había pensado pasar un par de noches en el cementerio, si la niebla se dignaba a cooperar.

Durante un rato deambuló por el cementerio tomando fotos por aquí y por allá. No serían las que publicaría; le servirían como puntos de referencia en caso de que consiguiera fotos más antiguas del cementerio. Deseaba contrastar los cambios acaecidos a lo largo de los años, y de paso averiguar cuándo —o por qué— se habían desmoronado las criptas y los monumentos. También tomó una foto del magnolio. Sin lugar a dudas, era el ejemplar más grande que jamás había visto. Su tronco ennegrecido estaba totalmente arrugado, y dos de las ramas que colgaban desmayadamente lo habrían mantenido ocupado —a él y a mus hermanos— durante muchas horas en sus años infantiles. Si no hubieran estado rodeados de muertos, claro.

Mientras se dedicaba a revisar las fotos que había tomado con la cámara digital para asegurarse de que ya tenía suficientes, con el rabillo del ojo vio algo que se movía.

Apartó la cámara y vio a una mujer que avanzaba con paso decidido hacia él. Iba ataviada con unos pantalones vaqueros, unas botas y un jersey de color azul celeste que hacía conjunto con el enorme bolso que llevaba colgado del hombro. Su melena castaña le llegaba hasta los hombros, y su piel, de un ligero color aceitunado, hacía innecesario el uso de maquillaje; pero fue el color de sus ojos lo que lo cautivó: desde la distancia parecían casi violetas. Fuera quien fuese esa muchacha, había aparcado el coche justo detrás del suyo.

Por un momento imaginó que se acercaba para pedirle que se marchara de ese lugar. Quizá habían declarado ruinoso el cementerio y ahora no se podía entrar en esos terrenos por temor a que alguien resultara herido. Aunque a lo mejor su visita se debía a una simple coincidencia. Ella continuó caminando hacia él.
Nick pensó que se trataba de una coincidencia atractiva. Irguió la espalda, guardó la cámara en la funda, y dibujó una amplia sonrisa en sus labios cuando ella se aproximó.
—Hola, ¿qué tal? —la saludó.

Ella aminoró el paso ligeramente, aunque no mostró señal alguna de haberlo visto. Tenía la expresión ausente, pero Nick supuso que se detendría; mas en lugar de eso, le pareció oír el eco de su risa cuando pasó por su lado y continuó andando.
Nick se quedó unos instantes inmóvil, observando cómo se alejaba de él sin darse la vuelta. De repente, movido por un impulso irrefrenable, intentó llamar su atención.
—¡Eh! —gritó.
En lugar de detenerse, ella simplemente se dio la vuelta y regresó sobre sus pasos, con la cabeza erguida inquisitivamente. Nick vio la misma expresión ensimismada en su rostro.
—No debería mirarme de ese modo tan descarado —replicó la muchacha súbitamente—. A las mujeres nos gustan los hombres que saben comportarse con más sutileza.

Luego se dio la vuelta, se ajustó el enorme bolso en el hombro y prosiguió la marcha. En la distancia, Nick volvió a oír cómo se reía. Se quedó boquiabierto, absolutamente desconcertado y sin saber qué contestar.
Así que no estaba interesada en él. Bueno, daba igual. No obstante, cualquiera habría contestado cortésmente a su saludo con otro saludo. Quizá era un hábito del sur. Quizá los hombres la habían maltratado sin tregua y ella se había cansado de ser amable. O quizá no quería que la interrumpieran mientras hacía... hacía...

¿Hacía qué?

Ese era el problema de su profesión. Cualquier situación despertaba su curiosidad. Se recordó a sí mismo que lo que hiciera esa mujer no era de su incumbencia y, además, estaba en un cementerio. Probablemente había venido a visitar la tumba de un familiar o un conocido. Eso era lo que normalmente hacía la gente, ¿no?

Nick enarcó una ceja. La única diferencia era que en casi todos los cementerios alguien se encargaba de recortar la hierba y de mantener los parterres más o menos pulcros, pero en camino éste tenía el aspecto de San Francisco después del terremoto de 1906. Por unos instantes tuvo la tentación de seguirla para ver lo que pretendía hacer, pero había hablado con suficientes mujeres como para saber que el espiarlas podía incomodarlas mucho más que una simple mirada insistente. Y por lo que parecía, a ella no le gustaba que la mirasen descaradamente.

Nick hizo un esfuerzo por no observarla mientras desaparecía detrás de uno de los robles, zarandeando el bolso con gracia a cada paso.

Sólo después de haberla perdido de vista por completo, recordó que no había ido a ese lugar en busca de chicas monas. Tenía un trabajo que hacer, y su futuro dependía en cierta manera de eso. Dinero, fama, televisión, blablablá. Bueno, ¿qué era lo que tocaba hacer ahora? Ya había visto el cementerio... Podía echar un vistazo a los alrededores para familiarizarse con el lugar.

Regresó al coche y se alegró de haber sido capaz de no volverse ni una sola vez para ver si la muchacha lo estaba observando. Los dos podían jugar al mismo jueguecito. Eso, claro, si ella estaba interesada en averiguar lo que él estaba haciendo, y le daba la impresión de que ése no era el caso.

Una mirada furtiva desde el asiento del conductor corroboró su corazonada.

Puso el motor en marcha y aceleró lentamente; cuando se alejó del cementerio, notó que le era más fácil borrar de su mente la imagen de la muchacha y concentrarse en la tarea que lo ocupaba. Condujo un poco más para averiguar si había otros caminos —o bien de gravilla o bien asfaltados— que se cruzaran con la carretera por la que circulaba, e intentó distinguir, sin suerte, algún molino de viento o algún edificio con el techo de hojalata, mas ni siquiera divisó algo tan simple como una granja.

Con un golpe de volante, dio la vuelta y empezó a recorrer el trayecto en dirección opuesta, en busca de una carretera que lo llevara hasta la cima de Riker's Hill, pero finalmente abandonó la empresa sintiendo una enorme frustración. Cuando se aproximaba de nuevo al cementerio, se preguntó quién era el propietario de los terrenos que lo rodeaban y si Riker's Hill era una colina de acceso público o privado. Como avezado observador, también se fijó en que el coche de la mujer había desaparecido, lo que le provocó una inesperada sensación de contrariedad, que se esfumó tan rápido como había llegado.

Echó un vistazo a su reloj de pulsera. Pasaban unos escasos minutos de las dos, y supuso que la tanda de comidas en el Herbs estaría a punto de tocar a su fin. Quizá podría hablar con Doris. Quizá podría ver un poco la luz en ese tema.

Sonrió burlonamente para sí, preguntándose si la muchacha que había visto en el cementerio se habría reído ante ese comentario tan sutil.

---------------------------------------------------------------------------
Sé que es re largo xD es culpa de Sparks :P xq esta es la adaptada :3 LOL okno bieen este es el segundo capítulo que espero se haya publicado bien o mato a alguien (? hahahahaha xD a quién? mmm... a quién quieren que mate? :D okno

Las amo <3 en unos días voy a publicar el primer capítulo de "Don't You Want Me?" :D sé que les va a gustar... eso espero (yn) haha amn... bueno, tengo cosas que decirles sobre esa historia pero lo hago en otra entrada :3 Hice una página de Facebook para el blog (aunque ya tenía una cuenta... LOL) pero igual :3 amn... está en aquí ------------->

Ajá :P la puse en las cosas esas del blog, abajo de las etiquetas :P

Lo más importante de este capítulo es que:
1. Nick está divorciado.
2. Ya llegó a donde tenía que llegar (?
3. La carta.
4. La chica que apareció en el cementerio :D creo ya saben quién es. :3

Eso es :P que yo me acuerde LOL amn... lo de 'Believer' no tiene nada que ver con Justin, x si se preguntaban...

Las amo, chicas, & Nunca dejen de creer :D xoxo AIMiller / Nicky AB.

NILEY FOREVER ~ (:

2 comentarios:

  1. 1. Nick está divorciado: casi te pegue al leer selena xd pero segui leyendo y todo bien
    2. eso lo entendi xd
    3. tbn
    4. obvio! que se quien es ! :D este capitulo fue un poco mas claro que el anterior LOL sajkdas perdon por comentar despues? D: no habia podido meterme xd esta super bueno asdasdsad y tu aclaracion de "lo de 'Believer' no tiene nada que ver con Justin" me dio mucha risa!!! xDDD sube pronto por favooor! :D cuidate tqm y obvio nunca dejare de creer <3

    ResponderEliminar
  2. Lo más awesome de todo es que Nick está divorciado :D Bueno todavía no le entiendo mucho :( & las cap está demasiado largo e.e & aunque me gustan más las que escribes. si me gustó el cap (:
    Publica pronto :D

    ResponderEliminar